Érase
una vez un pobre labrador, que viéndose a punto de morir, no quiso dejar
en la herencia de sus bienes ningún motivo para que discutieran sus dos
hijos, un muchacho y una jovencita , que le amaban tiernamente.
-Vuestra madre me aportó
por dote–les dijo-, dos escabeles y un jergón. Helos aquí con mi gallina,
aparte poseo una maceta de claveles, y un junco de plata, que me fueron
dados por cierta gran dama que en cierta ocasión descansó en mi pobre
choza, recomendándome antes de partir:
-“Buen hombre, he aquí el
don que os hago, mas no descuidéis regar bien los claveles, y guardar el
junco. Por otra parte, vuestra hija será de una incomparable belleza,
llamadla Afortunada, y dadle el junco y los claveles para consolarla de su
pobreza.”
Así -agregó el padre-, mi
Afortunada, tú tendrás lo uno y lo otro, siendo el resto para tu hermano.
Los dos hijos del labrador
se contentaron con la pobre herencia.
El padre murió, ellos le
lloraron y el reparto se hizo sin pleitos. Pero Afortunada, creyendo que
su hermano la quería, al ir a sentarse en uno de los escabeles, tuvo la
sorpresa de oírle decir con aire malévolo:
-Guarda para ti tus
claveles y tu junco, y no desordenes mis escabeles pues a mí me gusta que
la casa esté arreglada.
Afortunada, que era muy
dulce, se echó a llorar en silencio y permaneció de pie mientras que Bedou
(este era el nombre de su hermano), estaba cómodamente sentado. Llegó la
hora de cenar, Bedou tenía un excelente huevo fresco que había puesto la
única gallina y le tiró la cáscara a su hermana.
-Ten –le dijo-, yo no
tengo otra cosa que darte y si no te gusta, vete a cazar ranas; las
encontrarás en el charco más próximo.
Afortunada no respondió
nada; ¿qué podía replicar? Levantó los ojos al cielo y lloró, después
entró en su habitación que se hallaba toda perfumada, y no dudando de que
éste fuera el aroma de los claveles, se les acercó tristemente y les dijo:
-Hermosos claveles, cuya variedad me causa tanto placer contemplar,
vosotros que alegráis mi corazón afligido con el dulce perfume que
desprendéis, no creáis que os vaya a dejar sin agua o que cruelmente os
arranque de vuestro tallo, pues cuidaré de vosotros ya que sois mi único
bien.
Cuando concluyó de hablar,
la joven miró si tenían necesidad de ser regados encontrándolos muy
mustios entonces. Cogió un cántaro, y corrió al claro de luna hasta el
manantial, que estaba bastante alejada.
Como había marchado muy
deprisa, fatigada por la carrera, se sentó en el borde de la fuente para
reposar, mas apenas lo había hecho, vio venir a una dama cuyo aire
majestuoso se correspondía bien con el del numeroso séquito que la
acompañaba; seis hileras de doncellas de honor sostenían la cola de su
capa, y ella se apoyaba en otras dos, los guardias marchaban delante suyo,
ricamente vestidos de terciopelo color amaranto con bordados de perlas,
portando un dosel campestre, que fue pronto extendido sobre sus cabezas, y
un sillón tapizado en tejido de oro donde la señora tomó asiento; al mismo
tiempo se preparaba una mesa cubierta toda con vajilla de oro y vasos de
cristal.
Se sirvió una excelente
cena a poca distancia de la fuente, de la cual el dulce murmullo parecía
un acorde de muchas voces que cantasen armoniosamente.
Afortunada estaba en un
rinconcito no osando ni respirar, tan sorprendida se hallaba ante todo
cuanto sucedía. Al cabo de un momento, la reina le dijo a uno de sus
servidores:
-Me parece que hay una
pastora muy cerca de la fuente, traédmela.
Entonces Afortunada avanzó
y por muy tímida que fuese de natural, no dejó de hacer una profunda
reverencia a la reina, con tanta gracia, que quienes la vieron quedaron
sorprendidos; recogiendo el bajo de su vestido se alzó después delante de
la soberana, los ojos bajos modestamente; las mejillas cubiertas de un
rubor que intensificaba la blancura de su tez y con sus maneras y su aire
de sencillez y dulzura, encantó a todo el mundo.
-¿Que hacéis vos aquí,
bella niña –le preguntó la reina-, no teméis a los ladrones?
-¡Ay de mí!, señora
–repuso Afortunada-, sino poseo más que un traje de tela ordinaria, ¿qué
ganarían ellos con una pobre pastora como yo?
-¿Vos no sois rica?
–inquirió la reina sonriente.
-Soy pobre –dijo
Afortunada-, pues no he heredado de mi padre otros bienes que una maceta
de claveles y un junco de plata.
-Mas vos tenéis un corazón
–prosiguió la reina-, si alguno deseara robároslo, ¿querríais dárselo?
-Yo no sé que es eso de
dar mi corazón, señora –respondió ella-, pues siempre entendí decir que
sin corazón no se puede existir, que cuando está herido preciso es
morirse, y, a pesar de mi pobreza, no estoy cansada de vivir.
-Estáis en lo cierto,
bella niña, al defender vuestro corazón. Pero, decidme –agregó la reina-,
¿habéis cenado?
-No, señora –repuso
Afortunada-, mi hermano se lo ha comido todo.
La reina ordenó que le
llevasen un cubierto, y haciéndola sentarse a la mesa, ella misma le
sirvió los mejores platos.
La joven pastora estaba
tan sorprendida y admirada, como encantada de las bondades de la reina,
que apenas podía comer un bocado.
-Quisiera saber -le dijo
la reina-, que es lo que vos habéis venido a hacer tan tarde a la fuente.
-Señora –contestó
Afortunada-, he aquí el cántaro; vine a por agua para regar mis claveles.
Y hablando así, la
muchacha se inclinó con la intención de recoger su cántaro que estaba
cerca de ella, mas en cuanto iba a mostrárselo a la reina, quedó
estupefacta al encontrarlo convertido en oro, todo el cubierto de gruesos
diamantes y lleno de un agua cuyo frescor y aroma n un sabor delicioso.
Sorprendida, no osaba
tomarlo, creyendo que no le pertenecía.
-Yo os lo doy, Afortunada
–dijo la dama-, id a regar las flores que cuidáis y acordaos de que la
Reina de los Bosques quiere ser vuestra amiga.
Al escuchar tales
palabras, la pastora se echó a sus pies.
-Después de haberos dado
mis más humildes gracias, señora , por el honor que me habéis hecho
-le contestó ella-, voy a osar tomarme la libertad de rogaros que me
escuchéis un momento; quiero entregaros la mitad de mis bienes, una
maceta de claveles que no podrá jamás estar en mejores manos que las
vuestras.
-Id, Afortunada –le dijo
la reina acariciándole dulcemente las mejillas-, acepto el quedarme aquí
hasta que retornéis.
Afortunada recogió el
cántaro de oro corriendo a su cuartito, pero mientras estuviera ausente,
Bedou había entrado, quitándole la maceta de claveles para poner en su
lugar una gran col. Cuando Afortunada descubrió aquella ordinaria col, se
hundió en la más profunda aflicción y quedó dudando si volver o no a la
fuente. Al final decidióse yendo a postrarse de hinojos delante de la
reina.
-Señora –explicó-, Bedou
me ha robado mi maceta de claveles, ya no me queda más que este junco, os
suplico, pues, que lo recibáis como una prueba de mi reconocimiento.
-Si yo acepto vuestro
junco, bella pastora –reflexionó la reina-, vos estaréis arruinada.
-¡Ah, señora! –dijo ella
con un aire de ingenua sinceridad-, si tengo vuestra gracia, no puedo
estar arruinada.
La reina aceptó el junco
de Afortunada, tomándolo entre sus dedos, enseguida montó en un carro de
coral, enriquecido con esmeraldas, y tirado por seis caballos blancos de
gran belleza. Afortunada le siguió con la mirada hasta que los caminos del
bosque la ocultaron a su vista. Entonces ella volvió a casa de Bedou muy
impresionada por la aventura vivida.
La primera cosa que hizo
entrando en su habitación, fue tirar la col por la ventana. Mas se llevó
una gran sorpresa al oír una voz que gritaba:
-¡Ah, soy muerto!
La joven no comprendió
nada, ya que normalmente las coles no suelen hablar, pero, cuando se hizo
de día, Afortunada, angustiada por su maceta de claveles, bajó al patio
para buscarla, y la primera cosa con que se tropezó fue a la malhadada
col; a la que le dio un puntapie, increpándola:
-¿Qué haces aquí, tú, que
has ocupado en mi cuarto el lugar de los claveles?
-Si no me hubieran llevado
a tu habitación–respondió la col-, yo no estaría aquí.
Ella se estremeció, pues
tenía mucho miedo; pero la col le dijo todavía:
-Si me devolvéis con mis
camaradas, os diré en dos palabras que vuestros claveles están en el
jergón de Bedou.
Afortunada, en su
desesperación, no sabía como podría recuperarlos, pero aún así tuvo el
detalle de plantar la col y enseguida cogió la gallina favorita de su
hermano y le dijo:
-¡Malvada bestia, te voy a
hacer pagar todas las penas que Bedou me ocasiona!
-¡Ah, pastora –repuso la
gallina-, dejadme vivir, y como me gusta chismorrear, os contaré cosas
sorprendentes!
No creaís ser hija del
labrador en cuya casa habéis crecido, no, bella Afortunada, él no era
vuestro padre; la reina que os dio la vida tenía ya seis hijas, y como si
ella pudiese a voluntad traer al mundo un varón, su marido y su suegro le
dijeron que la apuñalarían a menos que les diese un heredero.
La desventurada reina,
afligida porque estaba encinta de nuevo, fue encerrada en un castillo,
bajo custodia de los guardianes, o mejor dicho, los verdugos que tenían la
orden de asesinarla si daba a luz otra niña.
La pobre reina, alarmada
por la desgracia que la amenazaba, no comía , durmiendo apenas, mas tenía
una hermana que era un hada y la reina le escribió contándoselo todo. El
hada también hallábase embarazada pero ella no ignoraba que tendría un
varón.
Cuando éste nació, encargó
a los céfiros una cuna en donde introdujo al recién nacido ordenando que
llevasen al pequeño príncipe a la habitación de la reina su hermana, con
fin de cambiarlo por la hija de aquella.
Tal previsión no sirvió de
nada, porque la reina no recibió ninguna carta del hada y aprovechando la
buena voluntad de uno de los guardianes, que tuvo piedad de ella, huyó
gracias a una escala de cuerda que aquel le procuró..
Desde que vos nacisteis,
la afligida reina, buscando en dónde ocultarse, llegó a esta casita, medio
muerta de cansancio. Yo era labradora y buena nodriza -dijo la gallina-, y
ella me entregó a su hija, y me contó sus pesares, pero se encontraba tan
agotada, que murió sin tener el tiempo de ordenar que podíamos hacer con
vos.
Como a mí me ha gustado
toda la vida hablar, no podía callarme evitando el contar esta aventura,
de suerte que un día vino aquí una bella dama, a quien relaté todo lo que
sabía. De pronto ella me tocó con su varita y me convertí en gallina, sin
poder hablar más. Mi aflicción fue extrema y mi marido que estaba ausente
en el momento de esta metamorfosis, nunca supo lo que había sucedido.
Cuando volvió, él me buscó
por todas partes, y finalmente creyó que me ahogué en el río o que las
bestias del bosque me habían devorado.
Esta misma dama causante de mi
infortunio, pasó una segunda vez por aquí y le ordenó a mi esposo que os
diera por nombre Afortunada, haciéndole el presente de un junco de plata
y de una maceta de claveles. Cuando ella estaba dentro de la choza,
llegaron 25 guardias del rey vuestro padre, que os buscaban con malvadas
intenciones, pero la señora dijo entonces algunas palabras y les
convirtió en coles verdes, una de las cuales lanzasteis ayer por vuestra
ventana.
Yo no había podido hablar
hasta el presente por mi misma, e ignoro por qué hoy me ha sido devuelta
la voz.
La princesa permaneció muy
sorprendida de las maravillas que la gallina le estaba contado y como era
de natural bondadoso, le dijo:
-Me causáis una gran
piedad, mi pobre nodriza, al haber sido convertida en gallina, y desearía
retornaros vuestra antigua figura si pudiera, mas no desesperéis pues me
parece que todo ese estado de cosas que acabáis de explicarme, no pueden
durar mucho. Y ahora voy a buscar mis claveles, ya que les tengo mucho
cariño.
Bedou había ido al bosque,
no pudiendo imaginar que a su hermana Afortunada le habían indicado que
buscase en el jergón; a lo que ella, contenta al advertir su ausencia,
supo que nadie iba a impedirle la pesquisa, mas hete aquí que de repente
vio una gran cantidad de ratas prodigiosas y armadas para guerrear. Las
ratas se alineaban por batallones teniendo detrás de ellas el famoso
jergón y los escabeles a los costados, también muchos ratones enormes
formaban el cuerpo de reserva, resueltos al combate como los soldados.
Afortunada quedó muy
sorprendida, y no osaba aproximarse, cuando ya las ratas se tiraban sobre
ella y la mordían haciéndola sangrar.
-¿Cómo queridos claveles
–gritó ella-, podéis estar en tan mala compañía?
De repente la joven se dio
cuenta que tal vez el agua perfumada que llevaba en el cántaro de oro
tuviera una virtud particular y fue a buscarlo tirando después algunas
gotas sobre el pueblo ratonil, y los ratones se salvaron como pudieron,
entonces la princesa cogió prontamente sus hermosos claveles que estaban a
punto de marchitarse de tanto como necesitaban ser regados.
Afortunada les echaba
encima toda el agua que había en el cántaro de oro reanimándolos, cuando
escuchó una voz clara y dulce que salía de entre los tallos, diciéndole:
-Incomparable Afortunada,
he aquí el día feliz y tan deseado para declararos mis sentimientos, sabed
que el poder de vuestra belleza es tal, que puede enamorar hasta a las
flores.
Temblorosa la princesa, y
sorprendida de haber escuchado hablar, en tan poco tiempo, a una col, una
gallina y a unos claveles, y de haber visto una armada de ratas, palideció
desmayándose.
Bedou llegó entonces: del
trabajo y como el sol le habían acalorado poniéndole de pésimo humor, en
cuanto vio que Afortunada había venido a buscar los claveles y que los
había encontrado, la arrastró hasta la puerta echándola fuera de muy malos
modos.
Ella, apenas había sentido
la frescura de la tierra en el rostro, y, en abriendo sus bellos ojos, se
apercibió de que cerca tenía a la Reina del Bosque, siempre encantadora y
magnífica.
-Tenéis un hermano
mezquino, pues ya he visto con cuanta inhumanidad os ha arrojado al suelo,
¿deseáis que os haga justicia?
-No, señora –le dijo
ella-, yo no soy capaz de enfadarme pues su malvado natural no puede
cambiar el mío.
-Os prevengo–agregó la
reina-, de que me asalta cierto presentimiento que me asegura que este
tosco labrador no es vuestro hermano, ¿qué pensáis vos?
-Todas las apariencias me
persuaden de que lo es, señora –replicó modestamente la pastora-, y debo
creerlo.
-Cómo –continuó la reina-,
¿no habéis oído decir que por nacimiento sois princesa?
-Me lo han dicho hace poco
–respondió ella-, sin embargo, ¿osaría vanagloriarme de una cosa de la que
no tengo ninguna prueba?
-Mi querida niña –dijo la
reina-, os quiero por vuestro carácter!, y veo que la educación humilde
que habéis recibido no ha variado la nobleza de vuestra sangre. Sí, vos
sois una princesa, pero ello no ha impedido las desgracias que vos habéis
tenido que sufrir hasta esta hora.
Ella fue interrumpida en
ese momento por la llegada de un joven adolescente más hermoso que el día,
que iba vestido con una larga túnica entretejida de oro y de seda verde
recamada de esmeraldas, de rubíes y de diamantes, llevaba, además, una
corona de claveles y los cabellos le cubrían las espaldas.
Tan pronto como vio a la
reina, el joven puso una rodilla en tierra, saludándola respetuosamente.
-¡Ah, hijo mío, mi amable
Clavel! –le dijo ella-, el tiempo fatal de vuestro encantamiento acaba de
terminar, con la ayuda de la bella Afortunada, ¡que alegría el veros!
Le abrazó estrechamente, y
volviéndose enseguida hacia la pastora, le explicó:
-Encantadora princesa-, sé
todo lo que la gallina os ha contado, pero lo que vos no sabéis es que los
céfiros a quienes yo había encargado poner a mi hijo en vuestro lugar, le
llevaron a un parterre de flores.
Mientras ellos iban a
buscar a vuestra madre que era mi hermana, un hada que no ignoraba nada de
las cosas más secretas, y con la cual yo estaba peleada desde hacía
tiempo, espió el momento previsto para el nacimiento de mi hijo,
cambiándole por una mata de claveles, y a pesar de toda mi sabiduría, me
fue imposible deshacer el maleficio.
Hundida en la tristeza que
sentía, empleé mi arte con fin de hallar algún remedio, y no encontré nada
más seguro que llevar al príncipe Clavel al lugar en donde habíais de
criaros, adivinando que cuando vos hubierais regado las flores con el agua
mágica contenida dentro del cántaro de oro, él hablaría y os amaría, y que
en el futuro nadie iba a entorpecer vuestra felicidad; en cuanto al junco
de plata, que era de mi pertenencia, preciso iba a ser que yo lo recogiese
de vuestra mano en un tiempo futuro, no ignorando que esa sería la señal
por medio de la cual conocería que la hora se aproximaba o el
encantamiento perdía su fuerza, a pesar de las ratas y los ratones que
nuestra enemiga pusiera contra nosotros, para impediros acceder a los
claveles.
Así pues, mi querida
Afortunada, si mi hijo se casa con vos, vuestra felicidad será permanente,
mirad ahora si el príncipe os parece lo bastante amable para aceptarle
como esposo.
-Señora –replicó ella
ruborizándose-, vos me colmáis de favores, con lo cual ya compruebo que
sois mi tía, también por vuestra intervención, los guardias enviados a
matarme, han sido metamorfoseados en coles y mi nodriza en gallina, y me
habéis propuesto la alianza con el príncipe Clavel, que es el más grande
honor al que yo pueda aspirar. Pero os confiaré mis dudas: no conozco su
corazón y empiezo a sentir, por primera vez en mi vida que no podría ser
feliz si él no me amase.
-No tengáis ninguna
incertidumbre , bella princesa –le dijo el príncipe-, hace mucho tiempo
que vos me habéis conquistado, y si el uso de la voz me hubiera sido
permitido antes, habría seguido día a día el desarrollo de la pasión que
me consume, mas soy un príncipe desgraciado, por el cual vos no sentís
otra cosa que indiferencia.
Y le recitó entonces, unos
versos plenos de amor y ternura.
La princesa estuvo muy
contenta con la galantería del príncipe y sus bellos poemas, elogiando
tales versos, y aunque ella no estaba acostumbrada a escuchar semejantes
cosas, los alabó como persona de buen gusto.
La reina, que no podía
soportar el verla vestida de pastora, impaciente, la tocó con su varita,
vistiéndola con las más ricas vestiduras que hayan sido jamás vistos, pues
sus humildes ropas de tela áspera se transformaron en brocado de plata
bordado de pedrería, y de su alto peinado cayó un largo velo de gasa
entretejido con oro, sus cabellos negros estaban ornados de mil diamantes,
y su tez, donde la blancura deslumbraba, se encendió en vivos colores,
obligando al príncipe exclamar:
-¡Oh, Afortunada, cuán
bella sois y que encantadora!... ¿Seréis vos inexorable con mis penas?
–gimió a continuación.
-No, hijo mío –dijo la
reina-, vuestra prima no resistirá a nuestros ruegos.
Mientras ella hablaba así,
Bedou apareció, y viendo a Afortunada como una diosa, creyó soñar. Ella se
le dirigió con mucha bondad rogando a la reina tener piedad de él.
-¡Cómo, después de haber
sido maltratada! –exclamó la soberana.
-¡Ah, señora –replicó la
princesa-, yo soy incapaz de vengarme!
La reina la abrazó y
elogió la generosidad de sus sentimientos.
-Para contentaros –dijo
ella-, voy a enriquecer al ingrato Bedou.
Y entonces la cabaña se
convirtió en un palacio amueblado con gran riqueza, mas sus escabeles no
cambiaron de forma, ni tampoco el jergón, para que el labrador nunca
olvidase los días pasados, empero la Reina de los Bosques suavizó su
carácter y le hizo amable y cortés, cambió su figura y Bedou entonces se
encontró incapaz de reconocerse.
¡Qué no les dijo él, en
esta ocasión, a la reina y la princesa para testimoniarles su
agradecimiento.
Acto seguido, y por un
golpe de varita, las coles se convirtieron en hombres, la gallina en una
mujer, pero el príncipe Clavel era el único que estaba triste suspirando
por su princesa y le rogó que tomase una resolución que le favoreciera, lo
que al final ella hizo pues le encontraba encantador.
La Reina del Bosque,
satisfecha de un tan dichoso matrimonio, no descuidó nada para que todo
fuera suntuoso.
Esta fiesta duró años, y
la felicidad de los tiernos esposos tanto como sus vidas.
Traducido del original francés por
Estrella Cardona Gamio