Hubo
una vez un monarca, el más grande que había entonces sobre la tierra,
tan amable en la paz, como terrible en la guerra, y que sólo a él mismo
podía compararse ya que no había ningún otro que le aventajara en poder.
Los reinos vecinos le temían y por esta causa, sus estados estaban en
paz, floreciendo en todo el territorio, a la sombra de las palmeras, las
virtudes y las bellas artes. Su amable esposa, y fiel compañera, era tan
encantadora como bella, teniendo un espíritu agradable y dulce, lo que
convertía al rey, más en feliz esposo que en soberano, lo que ya es
decir.
El rey tenía en sus cuadras caballos grandes y pequeños de todas las
razas, cubiertos de ricas gualdrapas, recamadas en bordados de oro. Pero
lo que más sorprendía a cuantos las visitaban, era que un vulgar asno de
grandes orejas se hallara instalado en el lugar de
honor.
Si
tal desatino os desconcierta, cuando sepáis de sus cualidades sin par,
comprenderéis la causa y no os parecerá que sea un honor exagerado.
Era
un animal de apacible naturaleza y muy limpio, ya que no ensuciaba el
establo, dejando en su lugar montones de monedas de oro, que se recogían
todas las mañanas cuando despertaba.
Mas
tanta dicha no suele durar mucho tiempo, y, por este motivo, una
enfermedad desconocida atacó de improviso a la reina. Por todas partes se
buscaron remedios, pero ni los sabios doctores de la facultad, ni los
curanderos llamados de urgencia como último recurso, no pudieron, entre
todos juntos, detener la fiebre de la soberana, que iba en aumento cada día.
Llegada
que vio su última hora, la reina le dijo a su esposo:
-Debo
exigiros una cosa antes de morir, y es que os volváis a casar cuando ya
no esté.
-¡Ah!
–exclamó el rey- Vuestra preocupación es superflua. Yo no fantasearía
con ella. Reposad tranquila.
-Sé
lo que pensáis -repuso la reina-, teniendo en cuenta vuestro amor
apasionado, sin embargo, para mi tranquilidad, quiero que me juréis, que
si vos encontráis a una mujer más bella y más inteligente que yo, la
tomaréis por esposa.
La
reina habló así en la confianza de que su atractivo no iba a encontrar
rival y, por tanto, el rey no se casaría jamás.
El
rey juró, con los ojos bañados en lágrimas, todo
lo que la reina quiso y ella murió tranquila entre
sus brazos.
Jamás
un marido llevó tanto duelo pues sollozaba de noche y de día, aunque
todos pensaron que precisamente porque lloraba el recuerdo de su amada
perdida, no continuaría viudo mucho tiempo dado que su afectuoso
temperamento no podía vivir sin amor. Y no se equivocaban ya que, al cabo
de algunos meses, el monarca quiso proceder a una nueva elección. Pero no
era cosa fácil cumplir su juramento y que la nueva esposa superase en
atractivo a la primera a quien él había idealizado en su memoria y que
ahora descansaba en el mausoleo.
Mas
ni la corte que abundaba en beldades, ni el campo ni la ciudad, ni los
reinos de alrededor, ni en ninguna parte a donde se fue a buscarla, en
ningún sitio, pudo encontrarse a otra igual. Sólo hubo una, aún más
bella que la reina, y que incluso poseía ciertos amables rasgos de carácter
que la difunta nunca tuvo, pero esta criatura excepcional era su propia
hija.
El
rey descubrió un mal día ese parecido que aventajaba al de su esposa, y,
enloqueciendo, razonó que por esta causa debía casarse con su hija; tan
ciego estaba, que llegó incluso a consultar con hombres de leyes los
cuales no dudaron en apoyar semejante disparate si tal era la voluntad del
soberano.
Pero
la joven princesa, triste al oír hablar de un amor tan absurdo, se
lamentaba y lloraba día y noche.
Con
el alma acongojada por la pena, la princesa fue a buscar a su Hada
Madrina, que vivía lejos, en una gruta ricamente tapizada de nácar y
corales.
Su
madrina era un hada admirable que no tenía rival en las artes mágicas,
pues ella, no es necesario que os lo diga, era lo que debía de ser un
hada en aquellos bienaventurados tiempos:
-Sé
perfectamente -dijo el hada viendo a la princesa-, lo que os ha traído
aquí,
conozco de vuestro corazón la profunda tristeza, pero conmigo no
tenéis que preocuparos, pues no hay nada que os pueda dañar si os dejáis
llevar por medio de mis consejos.
Vuestro
padre, es cierto, querrá casarse con vos. Escuchar su loca petición sería
una falta muy grave, no obstante, sin contradecirle se le puede rechazar.
Decidle que es preciso que él os dé, para teneros contenta, y antes de
que aceptéis su proposición, un vestido que sea del color del tiempo. A
pesar de todo su poder y toda su riqueza, aunque el Cielo le favorezca, no
podrá jamás cumplir su promesa.
La
princesa fue temblando a decirle a su enamorado padre lo que el hada le
había aconsejado, y el monarca la escuchó, llamando acto seguido a los
modistas más importantes, ordenándoles que si ellos no le obedecían con
exactitud, creando una ropa que fuera del color del tiempo, podían estar
seguros que los mandaría encarcelar.
Pero
el segundo día no había amanecido aún que ya le traían la ropa
deseada. El más hermoso azul no tiene punto de comparación con el de
aquel vestido de un celeste maravilloso sobre el que parecían volar cien
nubes doradas.
Estremecida
de gozo y de dolor a un tiempo, la princesa no supo que decir ni comentar,
y se entregó a la desesperación. Su madrina entonces volvió a
aconsejarla:
-Princesa,
pedidle un vestido, que, más brillante y menos común, sea del color de
la luna. Él no podrá dároslo.
Apenas
la princesa lo pidió, el rey le dijo a su maestro artesano en bordados:
-¡Que
el astro de la noche pierda todo su esplendor en la comparación, y que,
sin falta, en cuatro días me sea entregado el vestido del color de la
luna!
Dentro
del plazo fijado, el rico traje estuvo hecho tal como el soberano lo
ordenase. En los cielos donde la noche despliega su velo, el astro
nocturno era menos radiante en su ropaje de plata, que el vestido de la
princesa, ya que el mismo despedía una viva claridad convirtiendo en pálidas
a las estrellas.
La
princesa admiró el maravilloso traje y estaba a punto de consentir en el
matrimonio porque no encontraba escapatoria posible, cuando su madrina
tuvo una inspiración, y al rey enamorado hizo que le dijese la princesa:
-No
me sentiré satisfecha hasta que no tenga una ropa aún más brillante y
del color del sol.
El
rey que la amaba con un amor sin parangón, hizo venir incluso a un
exquisito orfebre, y le ordenó engarzar en un soberbio tejido de oro,
diamantes y otras piedras preciosas, diciendo que si no era de su gusto la
labor, le haría morir en medio del tormento.
Pero
el monarca no tuvo que llevar a cabo su amenaza, pues el industrioso
artista, llegando el fin de la semana, le mostró su obra, tan hermosa,
tan viva, tan radiante que no tenía que envidiar al sol, cuando éste se
pasea sobre la ruta de los cielos en su carro de oro, deslumbrando los
ojos con el estallido de su luz.
La
niña, a quien estos dones acabaron de confundir, no supo que decirle al
rey y entonces el hada madrina cogiéndola de la mano, le susurró al oído:
-No
es preciso continuar pidiéndole vestidos preciosos ya que está visto que
puede regalároslos, pero hay una cosa que no podrá concederos nunca, muy
a su pesar, ¿os acordáis del asno que llena los establos de oro cada mañana
engrosando las arcas del reino?, pues pedidle la piel de este raro animal,
como el asno es la fuente de sus riquezas, vos no la obtendréis jamás, o
mucho me equivoco.
Aunque
el hada era muy sabia, ignoraba todavía que el amor violento no tiene
nada que le contente ni para él cuentan la plata y el oro, y así la piel
del pobre asno fue entregada a la princesa a la mañana siguiente, como
esta había solicitado.
Cuando
se le dio la piel del asno, la princesa se espantó terriblemente llorando
con amargura su triste suerte, y por su parte el hada madrina, también
hizo acto de presencia lamentándose ante el inaudito hecho al comprender
que el rey estaba dispuesto a todo con tal de conseguir casarse con su
propia hija. Indignada a la vista de los acontecimientos, el hada aconsejó
a la princesa que en ese mismo momento y hora era preciso que, sola y mal
vestida, se fuera a cualquier reino lejano para evitar un disparate tan próximo
y cierto como el de aquel matrimonio.
-He
aquí –prosiguió el hada-, este cofre, donde meteréis todo vuestros
vestidos, vuestro espejo y vuestro tocador, y todos vuestros diamantes y
vuestros rubíes. Aparte os entrego mi varita mágica, pues teniéndola en
la mano, el cofre os acompañará allá donde vayáis, siempre escondido
bajo tierra y cuando lo queráis abrir, apenas el suelo haya tocado mi
varita, enseguida aparecerá el arcón ante vuestros ojos, abriéndose,
para que podáis cambiar de indumentaria. Los despojos del asno son una máscara
admirable. Escondeos bien bajo esa piel repugnante, ya que nadie creerá
jamás, que encierra algo tan bello.
La
princesa de tal suerte disfrazada, se despidió con tristeza de su hada
madrina, y en la fría madrugada del día de su boda, cuya fiesta se
estaba ya preparando, aprestóse a iniciar la nueva vida que le presentaba
un funesto destino.
Cuando
en palacio se dieron cuenta de su huída, no hubo casa, camino o avenida
que no fuera registrado buscándola, mas todo fue en vano porque nadie
pudo adivinar en que dirección se había ido la princesa
Por
todas partes se extendió una profunda tristeza, nada de bodas, nada de
festines, nada de confites, nada de tarta. Las damas de la cortes estaban
muy decepcionadas, ¿y que diremos del sacerdote que se encontró sin boda
que oficiar?
La
niña, mientras tanto seguía su camino, el rostro enmascarado bajo la
horrible cabeza del pobre asno, y a todo el que pasaba le tendía su mano
intentando buscar quien la compadeciese, pero incluso hasta los más
desgraciados la veían tan asquerosa y tan llena de porquería, que no
querían ayudarla, ni mucho menos llevar a sus casas a una criatura tan
sucia.
Entonces
ella se marchó lejos, lejos, muy, muy lejos. En fin, tanto se alejó, que
llegó a una alquería, en la cual la granjera necesitaba una fregona para
lavar los trapos de cocina y limpiar el comedero de los cerdos.
Se
la metió en un rincón al fondo de la cocina, donde los pinches no hacían
más que importunarla con su insolencia, contradecirla y burlarse de ella;
siempre estaban pensando en que trastada hacerle y de continuo la
fastidiaban, estando la princesa expuesta a menudo a todas sus bromas y a
todos su insultos.
Cada
domingo, la princesa tenía un poco de reposo, pues habiendo realizado por
la mañana sus tareas, ella entraba en su habitación y cerrando la
puerta, se lavaba y, después, abría el cofre, sacaba su tocador,
colocando cremas, polvos y perfumes delante del espejo, y contenta y
satisfecha, se vestía con el traje color de luna, o con el
resplandeciente del color de sol , o con el celeste color del tiempo,
aquel que todo el azul de los cielos no sabría igualar, y también se
entristecía de que tanta magnificencia no la pudiera ver nadie más.
Contemplarse
así era su única dicha y esta dulce satisfacción la mantenía hasta el
domingo siguiente.
¡Ah!,
me había olvidado decir de paso, que esa alquería en donde se encontraba
la princesa, hallábase entre las posesiones de un monarca, pues era como
su parque zoológico privado, ya que allí, se criaban gallinas de Berberìa,
pintadas, cormoranes, pájaros almizclados, ánsares y otras mil aves exóticas,
todas diferentes entre sí, que eran la envidia de muchas de las cortes
extranjeras..
El
hijo del rey iba a menudo a este lugar delicioso a la vuelta de sus cacerías
para descansar, mientras tomaba algún refrigerio con los nobles de su
corte. Piel de Asno le vio de lejos enternecida, admirando su aspecto
marcial, digno de hacer temblar a los más fieros escuadrones, y ello le
hizo comprender, impresionada por su apostura, que bajo la piel y los
harapos que se veía obligada a llevar, todavía tenía el corazón de una
princesa.
"
-Su aire es majestuoso y amable al mismo tiempo –se dijo ella feliz- .Si
él me viera con mis hermosos trajes me honraría como merezco pues
ninguna dama de su corte podría comparárseme”.
Un
día el joven príncipe errando a la aventura por la alquería, pasó
cerca del ala oscura en la que de Piel de Asno tenía su humilde estancia
y la curiosidad, le hizo mirar por el ojo de la cerradura.
Como
era domingo, ella se había engalanado con uno de sus soberbios vestidos,
el cual, entretejido en oro fino y con gruesos diamantes, igualaba al sol
en su más pura claridad.
El
príncipe se quedó sin aliento al verla, maravillado ante tanta hermosura
y esplendor, pues el traje, unido a la belleza de un rostro de trazos
finos, la estrechez del talle, la blancura de su piel, la lozanía de su
aspecto, su majestuosidad, en suma, le impresionaron llegándole al corazón,
pero fueron más todavía las perfecciones que traslucía su alma, las que
le robaron el corazón.
Llevado
de su apasionamiento juvenil, por tres veces quiso el príncipe llamar a
la puerta, pero, creyendo ver a una aparición irreal, por tres veces su
brazo se detuvo y no llamó, retirándose pensativo a palacio en donde se
pasó la noche y el día entre suspiros, rechazando ir al baile de
Carnaval en cuyas fiestas se hallaban.
Entonces
el príncipe comenzó a odiar la caza, las obras de teatro, perdió el
apetito, todo le irritaba y ponía enfermo de una triste y mortal
languidez porque creía que la dama de sus pensamientos era una ninfa
escondida, una diosa, no una mujer vulgar.
-Esa
que mencionáis–le dijeron-, es Piel de Asno, y no una ninfa ni
precisamente hermosa, y se llama así a causa de la piel mugrienta con que
se cubre.
El
príncipe no supo que creer o que replicar, pero lo que habían visto sus
ojos a través del agujero de la cerradura, no podía borrársele de la
mente.
Mientras
tanto, su madre la reina, que no tenía más hijo que él, lloraba y se
desesperaba, rogándole en vano que declarara cual era la naturaleza del
mal que le aquejaba, pero él gemía y suspiraba y al final, lo único que
dijo fue que Piel de Asno le hiciese un pastel por su propia mano, y al
escucharle, la reina no entendió lo que el príncipe quería.
-¡Oh,
Cielos, Señora -le explicaron los oficiosos cortesanos-, esta Piel de
Asno es más fea que picio y está más pringosa que el más sucio marmitón!
–No
importa -dijo la soberana que amaba a su hijo sobre todas las cosas–, es
preciso satisfacer ese capricho, porque es al príncipe a quien debemos
cuidar.
Ya
que la reina le quería tanto, que si el príncipe hubiera deseado comer
oro, oro le habría sido servido en su mesa.
Habiendo
recibido la orden real, Piel de Asno se encerró en su cuartito, no sin
haber cogido harina, sal, mantequilla y huevos frescos para elaborar un
sabroso pastel. Pero antes se lavó, vistiéndose después con sus mejores
galas para realizar dignamente su tarea.
Se
dijo luego, que ella amasaba el pastel muy apresuradamente y que de su
dedo, por azar, cayó en la pasta una de las ricas sortijas que llevaba,
pero aquellos que afirman saber el fin de esta historia aseguran que la
sortija fue introducida a propósito en la masa, y francamente, yo les
creo, pues supongo que la princesa se apercibió el día en que el príncipe
la estaba espiando.
En
este aspecto las mujeres tienen un sexto sentido sabiendo sin ver, antes
que nadie, muchas cosas, y así la princesa debió pensarse que en cuanto
su enamorado se la encontrase en el pastel sabría captar el mensaje que
le enviaba través de la sortija.
El
príncipe devoró tan ávidamente el pastel que por poco se atraganta con
la sortija, mas cuando vio la admirable esmeralda y el círculo de oro
estrecho que marcaba la forma del dedo, el corazón se le llenó de gozo,
guardándola bajo su almohada, aunque no por eso mejoró. Los sabios médicos,
que le veían adelgazar de día en día, juzgaron, debido a su
experiencia, que el príncipe estaba enfermo de amor, y como el matrimonio
es el mejor remedio para este tipo de enfermedad, se concluyó que había
que casarlo, a lo que el joven, haciéndose de rogar un poco, dio al final
su consentimiento imponiendo una condición.
–Sólo
me casaré con la persona a quien le vaya bien este anillo.
Al
escuchar la extraña petición, el rey y la reina se sorprendieron mucho.
Pero como el príncipe estaba tan mal no se atrevieron a decirle que no,
suponiendo, para consolarse, que el anillo debía pertenecer a una persona
de rango y que ella haría acto de presencia en afirmación de sus
derechos.
En
cuanto el rumor corrió, todas las doncellas supieron que había que tener
unos dedos muy finos para que la sortija pudiera irles bien, y como no
todas las jóvenes los poseían finos y delicados, hubo charlatán que
hizo fortuna recomendando ungüentos para adelgazarlos, aunque otras
muchachas, impacientes, se los recortaron antes. con objeto de ser las
primeras en probarse aquella sortija.
El
ensayo dio comienzo con las jóvenes princesas, las marquesas y las
duquesas, pero sus dedos, aunque delicados, eran demasiado gruesos y no
entraban, siguieron las condesas y las baronesa y todas las nobles damas.
Mas presentaron su mano vanamente. Después vinieron las modistillas que
tenían los dedos bonitos y menudos, e incluso había dedos muy bien
hechos que parecían ajustarse al anillo.
Sin
embargo, la sortija, resultaba siempre o muy pequeña o demasiado grande.
Como era preciso probársela a todo el mundo, se llamaron a las criadas, a
las cocineras, a las campesinas, a las cuidadoras de pavos, en una
palabra, a cualquier mujer por baja que fuese su extracción social, o
sea, tanto aceptaron a las de manos bastas como antes aceptasen a las de
manos delicadas.
Después
de muchas pruebas, se creyó llegado el final,
pues ya no quedaba nadie más que la pobre Piel
de Asno allá en el fondo de su olvidada cocina.¿Mas
cómo creer, se decían, que el Cielo la hubiese
destinado a reinar?
El
príncipe ordenó:
-¿Y
por qué no?, ¡que la hagan venir!
Al
oírle, todos soltaron la carcajada, comentando en voz muy alta:
-¿Quién
había de decirlo? ¡Mira que hacer entrar aquí a esta sucia
zarrapastrosa!
Pero
cuando la joven sacó de bajo su negra piel de asno una pequeña mano que
parecía de marfil, y la sortija se le ajustó perfectamente al dedo, la
corte entera se quedó estupefacta al no poder comprender lo que allí
estaba sucediendo.
Como
la sortija estaba en su dedo, se la quiso llevar a presencia del rey, pero
ella pidió que antes de aparecer delante de su señor y amo, se le
permitiese el cambiarse de vestido. Al oírla todos se echaron a reír,
pero cuando llegó al apartamento real atravesando las salas con sus
radiantes vestiduras que no tenían igual, con sus hermosos cabellos
rubios entrelazados con luminosos diamantes de irisados rayos, con sus
dulces ojos azules, grandes y rasgados, llenos de majestad, dueña de un
talle tan menudo y esbelto, que con dos manos se le podía ceñir, en fin,
mostrando su encanto y su divina gracia, los nobles se rindieron ante la
bella desconocida.
Todo
eran murmullos de admiración y desconcierto, los reyes no salían de su
asombro y el príncipe estaba loco de alegría al haber hallado a su
bienamada.
Para
las bodas, se hicieron grandes preparativos. El monarca rogó a todos los
reyes del entorno, poderosos y magníficos, que dejaran sus estados con
ocasión del gran día. Y se vio llegar desde Oriente, montados sobre
grandes elefantes, a soberanos de imponente aspecto que infundían gran
respeto a los niños pequeños, aunque no sólo de Oriente llegaron
escoltados por sus ricos séquitos, sino, también, de todos los lugares
del mundo.
Pero
ningún monarca, príncipe, o ningún potentado, pareció ser tan
brillante como el padre de la desposada, quien de su hija en otro tiempo
enamorado, habíase curado de tan extraña pasión, no quedando de ella más
que un vivo amor paternal.
–¡Bendito
sea el Cielo que quiere que yo te vuelva a ver, mi querida hija!- dijo el
rey llorando de gozo mientras la abrazaba tiernamente, lo cual, hizo
comprender a sus futuros suegros y al príncipe, el noble origen de Piel
de Asno.
En
este momento llegó el hada madrina quien contó toda la historia, y por
su relato la princesa se acabó de llenar de gloria, de lo cual se deduce
que es preferible pasar calamidades que faltar a nuestro deber, que la
virtud puede conocer el infortunio, pero que siempre vence, que contra un
loco amor y sus ardientes transportes, la sensatez es más fuerte que
cualquier otra consideración.
El
cuento de Piel de Asno es difícil de creer, pero en tanto que en el mundo
haya niños, madres y abuelas, se conservará en nuestra memoria para
siempre.
Traducido
del original francés por Estrella Cardona Gamio