La Reina de las Nieves
(Historia en siete episodios)
[Cuento infantil. Texto completo]
Hans Christian Andersen
PRIMER EPISODIO
Trata del espejo y del trozo de espejo
Atención,
que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte
sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso,
uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de
muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa
propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía
hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se
intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas
hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían
en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas,
que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la
certeza de que se le extendería por la boca y la nariz.
Era muy
divertido,
decía el
diablo.
Si un pensamiento
bueno y
piadoso
pasaba por
la mente
de una persona,
en el espejo
se reflejaba
una risa
sardónica,
y el diablo
se retorcía
de puro
regocijo
por su
ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería -pues
mantenía una escuela para duendes- contaron en todas partes que había
ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en
realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el
espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que
no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo
cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro
Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste
sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo.
Siguieron
volando
y acercándose
a Dios y
a los ángeles,
y he aquí
que el espejo
tuvo tal
acceso de
risa, que
se soltó
de sus manos
y cayó a
la Tierra,
donde quedó
roto en
cien millones,
qué digo,
en billones
de fragmentos
y aún más.
Y justamente
entonces
causó más
trastornos
que antes,
pues algunos
de los pedazos,
del tamaño
de un grano
de arena,
dieron la
vuelta al
mundo, deteniéndose
en los sitios
donde veían
gente, la
cual se
reflejaba
en ellos
completamente
contrahecha,
o bien se
limitaban
a reproducir
sólo lo
irregular
de una cosa,
pues cada
uno de los
minúsculos
fragmentos
conservaba
la misma
virtud que
el espejo
entero.
A algunas
personas,
uno de aquellos
pedacitos
llegó a
metérseles
en el corazón,
y el resultado
fue horrible,
pues el
corazón
se les volvió
como un
trozo de
hielo. Varios
pedazos
eran del
tamaño suficiente
para servir
de cristales
de ventana;
pero era
muy desagradable
mirar a
los amigos
a través
de ellos.
Otros fragmentos
se emplearon
para montar
anteojos,
y cuando
las personas
se calaban
estos lentes
para ver
bien y con
justicia,
huelga decir
lo que pasaba.
El diablo
se reía
a reventar,
divirtiéndose
de lo lindo.
Pero algunos
pedazos
diminutos
volaron
más lejos.
Ahora vas
a oírlo.
SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña
En la gran ciudad, donde viven tantas
personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un
jardincito -por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en
macetas-, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que
un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los
padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se
tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una
ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar
de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en
los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño
rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea
de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una
a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de
guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que
se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de
verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no
debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces,
sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban
completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de
cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él
una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada
ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella,
Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en
invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente
en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy
viejecita.
-¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las
abejas de verdad la tienen.
-¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las
más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra
nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al
interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña,
cubriéndose como de flores.
-¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que
aquello era verdad.
-¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves? -preguntó la muchachita.
-Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio desnudo, se subió a la silla
que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos
de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones
de flores; fue creciendo y creciendo, y se transformó, finalmente, en una
doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en
forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador
y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas
estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y
una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel
momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue
una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo;
después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las
golondrinas empezaron a construir sus nidos; se abrieron las ventanas, y los
niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de
las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor. La niña había aprendido
una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la
cantó a su compañero, el cual cantó con ella:
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas y, dirigiendo la mirada
a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese el Niño Jesús. ¡Qué
días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a los lozanos rosales
que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de estampas en que se
representaban animales y pajarillos, y entonces -el reloj acababa de dar las
cinco en el gran campanario- dijo Carlos:
-¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él parpadeaba, pero no se veía nada.
-Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno de aquellos granitos de
cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Bien se acuerdan de él, de
aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él
se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los
defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus
trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de
hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
-¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Uf!
-exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No
valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de este cajón! -y pegando una
patada al cajón, arrancó las dos rosas.
-Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él cuenta de su espanto,
arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y huyó de la cariñosa
Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que
aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias,
salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y,
calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos
los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de
las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de
feo. Y la gente exclamaba: -¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo -.
Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón;
esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo
quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de antes; eran muy juiciosos.
En invierno, un día de nevada, se presentó con una gran lupa, y sacando al
exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se depositasen en ella los copos de
nieve.
-Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se veía mucho mayor, y tenía la
forma de una magnífica flor o de una estrella de diez puntas; daba gusto
mirarlo.
-¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más interesante que las flores de
verdad; aquí no hay ningún defecto, son completamente regulares. ¡Si no fuera
porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a la espalda, dijo al oído
de Margarita:
-Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los otros niños -y se
marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más atrevidos atasen sus trineos a
los coches
de los campesinos, y de esta manera paseaban un buen trecho
arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban en lo mejor del juego,
llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una
piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El trineo dio dos vueltas a
la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo
desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en la calle más próxima;
el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo
conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un
signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la
ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía
siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero la carrera
continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero
de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad
del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando
intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos,
como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el
Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al fin, parecían grandes
pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el trineo se detuvo, y la
persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La piel y el gorro eran de
pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó una señora alta y esbelta,
de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las Nieves.
-Hemos corrido mucho –dijo-, pero, ¡qué frío! Métete en mi piel de oso.
Prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo envolvió en la piel. A él
le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
-¿Todavía tienes frío? –le preguntó la señora, besándolo en la frente. ¡Oh, sus
labios eran peor que el hielo, y el beso se le entró en el corazón, que ya de
suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de que iba a morir, pero no duró más
que un instante; luego se sintió perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de pronto; pero estaba atado a
uno de los pollos blancos, el cual echo a volar detrás de ellos con el trineo a
la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la
abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
-No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido imaginar un rostro más
inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como antes, cuando le había
estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos del niño era perfecta,
y no le inspiraba temor alguno. Le contó que sabía hacer cálculo mental, hasta
con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y cuántos habitantes tenía el
país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía
aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y ella emprendió el vuelo con
él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la tempestad; el niño se acordó
de una vieja canción. Pasaron volando por encima de ciudades y lagos, de mares y
países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la
nieve; y encima volaban las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del
cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando
durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina
de las Nieves.
TERCER EPISODIO
El jardín de la hechicera
Pero, ¿qué hacía Margarita, al ver que
Carlos no regresaba? ¿Dónde estaría el niño? Nadie lo sabía, nadie pudo darle
noticias. Los chicos de la calle contaban que lo habían visto atar su trineo a
otro muy grande y hermoso que entró en la calle, y salió por la puerta de la
ciudad. Todos ignoraban su paradero; corrieron muchas lágrimas, y también
Margarita lloró copiosa y largamente. Después la gente dijo que había muerto,
que se habría ahogado en el río que pasaba por las afueras de la ciudad.
¡Ah, qué días de invierno más largos y tristes! Y llegó la primavera, con su sol
confortador.
-Carlos murió; ya no lo tengo -dijo la pequeña Margarita.
-No lo creo -respondió el sol.
-Está muerto y ha desaparecido -dijo la niña a las golondrinas.
-¡No lo creemos! -replicaron éstas; y al fin la propia Margarita llegó a no
creerlo tampoco.
-Me pondré los zapatos colorados nuevos -dijo un día-. Los que Carlos no ha
visto aún, y bajaré al río a preguntar por él.
Era aún muy temprano. Dio un beso a su abuelita, que dormía, y, calzándose los
zapatos rojos, salió sola de la ciudad, en dirección al río.
-¿Es cierto que me robaste a mi compañero de juego? Te daré mis zapatos nuevos
si me lo devuelves.
Y le pareció como si las ondas le hiciesen unas señas raras. Se quitó los
zapatos rojos, que le gustaban con delirio, y los arrojó al río; pero cayeron
junto a la orilla, y las leves ondas los devolvieron a tierra. Se habría dicho
que el río no aceptaba la prenda que ella más quería, porque Carlos no estaba en
él. Pero Margarita, pensando que no había echado los zapatos lo bastante lejos,
se subió a un bote que flotaba entre los juncos y, avanzando hasta su extremo,
arrojó nuevamente los zapatos al agua. Pero resultó que el bote no estaba
amarrado y, con el movimiento producido por la niña, se alejó de la orilla. Al
darse cuenta la niña, quiso saltar a tierra, pero antes que pudiera llegar a
popa, la embarcación se había separado ya cosa de una vara de la ribera y seguía
alejándose a velocidad creciente.
Margarita, en extremo asustada, rompió a llorar, pero nadie la oyó aparte los
gorriones, los cuales, no pudiendo llevarla a tierra, se echaron a volar a lo
largo de la orilla, piando como para consolarla: «¡Estamos aquí, estamos aquí!».
El bote avanzaba, arrastrado por la corriente, y Margarita permanecía descalza y
silenciosa; los zapatitos rojos flotaban en pos de la barca, sin poder
alcanzarla, pues ésta navegaba a mayor velocidad.
Las dos orillas eran muy hermosas, con lindas flores, viejos árboles y laderas
en las que pacían ovejas y vacas; pero no se veía ni un ser humano.
«Acaso el río me conduzca hasta Carlitos», pensó Margarita, y aquella idea le
devolvió la alegría. Se puso en pie y estuvo muchas horas contemplando la
hermosa ribera verde, hasta que llegó frente a un gran jardín plantado de
cerezos, en el que se alzaba una casita con extrañas ventanas de color rojo y
azul. Por lo demás, tenía el tejado de paja, y fuera había dos soldados de
madera, con el fusil al hombro.
Margarita los llamó, creyendo que eran de verdad; pero como es natural, no
respondieron; se acercó mucho a ellos, pues el río impelía el bote hacia la
orilla.
La niña volvió a llamar más fuerte, y entonces salió de la casa una mujer muy
vieja, muy vieja, que se apoyaba en una muletilla; llevaba, para protegerse del
sol, un gran sombrero pintado de bellísimas flores.
-¡Pobre pequeña! -dijo la vieja-. ¿Cómo viniste a parar a este río caudaloso y
rápido que te ha arrastrado tan lejos?
Y, entrando en el agua, la mujer sujetó el bote con su muletilla, tiró de él
hacia tierra y ayudó a Margarita a desembarcar.
Se alegró la niña de volver a pisar tierra firme, aunque la vieja no dejaba de
inspirarle cierto temor.
-Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a parar aquí -dijo la mujer.
Margarita se lo explicó todo, mientras la mujer no cesaba de menear la cabeza
diciendo: «¡Hm, hm!». Y cuando la niña hubo terminado y preguntado a la vieja si
por casualidad había visto a Carlitos, respondió ésta que no había pasado por
allí, pero que seguramente vendría. No debía afligirse y sí, en cambio, probar
las cerezas, y contemplar sus flores, que eran más hermosas que todos los libros
de estampas, y además cada una sabía un cuento. Tomó a Margarita de la mano y
entró con ella en la casa, cerrando la puerta tras de sí.
Las ventanas eran muy altas, y los cristales, de colores: rojo, azul y amarillo,
por lo que la luz del día resultaba muy extraña. Sobre la mesa había un plato de
exquisitas cerezas, y Margarita comió todas las que le vinieron en gana, con
permiso de la dueña. Mientras comía, la vieja la peinaba con un peine de oro, y
el pelo se le iba ensortijando y formando un precioso marco dorado para su
carita cariñosa, redonda y rosada.
-¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita como tú -dijo la vieja-. ¡Ya
verás qué bien lo pasamos las dos juntas!
Y mientras seguía peinando el cabello de Margarita, ésta iba olvidándose de su
amiguito Carlos, pues la vieja poseía el arte de hechicería, aunque no fuera una
bruja perversa. Practicaba su don sólo para satisfacer algún antojo, y le habría
gustado quedarse con Margarita. Por eso salió a la rosaleda y, extendiendo la
muletilla hacia todos los rosales, magníficamente floridos, hizo que todos
desaparecieran bajo la negra tierra, sin dejar señal ni rastro. Temía la mujer
que Margarita, al ver las rosas, se acordase de las suyas y de Carlitos y
escapase.
Entonces condujo a la niña al jardín. ¡Dios santo! ¡Qué fragancia y esplendor!
Crecían allí todas las flores imaginables; las propias de todas las estaciones
aparecían abiertas y magníficas; ningún libro de estampas podía comparársele.
Margarita se puso a saltar de alegría y estuvo jugando hasta que el sol se
ocultó tras los altos cerezos. Entonces fue conducida a una bonita cama, con
almohada de seda roja llena de pétalos de violetas, y se durmió y soñó cosas
como sólo las sueña una reina el día de su boda.
Al día siguiente volvió a jugar al sol con las flores, y de este modo
transcurrieron muchos días. Margarita conocía todas las flores, y a pesar de las
muchas que había, le parecía que faltaba una, sin poder precisar cuál. En una
ocasión en que estaba sentada contemplando el sombrero de la vieja, que tenía
pintadas tantas flores, vio también la más bella de todas: la rosa. La vieja se
había olvidado de borrarla del sombrero cuando hizo desaparecer las restantes
bajo tierra. Pero, ya se sabe, uno no puede estar en todo.
-Ahora que caigo en ello -exclamó Margarita-, ¿no hay rosas aquí?
Y se puso a recorrer los arriates, busca que busca, pero no había ninguna.
Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; sus lágrimas ardientes caían
sobre un lugar donde se había hundido uno de los rosales, y cuando humedecieron
el suelo, brotó de pronto el rosal, tan florido como en el momento de
desaparecer, y Margarita lo abrazó, y besó sus rosas, y le volvieron a la
memoria las preciosas de su casa y, con ellas, Carlitos.
-¡Ay, cómo me he entretenido! -exclamó la niña-. Yo iba en busca de Carlos. ¿No
saben dónde está? -preguntó a las rosas-. ¿Creen que está vivo o que está
muerto?
-Muerto no está -respondieron las rosas-. Nosotras hemos estado debajo de la
tierra, donde moran todos los muertos, pero Carlos no estaba.
-Gracias -dijo Margarita, y, dirigiéndose a las otras flores, miró sus cálices y
les preguntó-: ¿Saben por ventura dónde está Carlos?
Pero todas las flores tomaban el sol, ensimismadas en sus propias historias.
Margarita oyó muchísimas, pero ninguna decía nada de Carlos.
¿Qué decía, pues, la azucena de fuego?
-Oye el tambor: «¡Bum, bum!». Son sólo dos notas, siempre «¡bum! ¡bum!». Escucha
el plañido de las mujeres. Escucha la llamada de los sacerdotes. Envuelta en su
largo manto rojo, la mujer está sobre la pira; las llamas la rodean, así como a
su esposo muerto. Pero la mujer hindú piensa en el hombre vivo que está entre la
multitud: en él, cuyos ojos son más ardientes que las llamas; en él, el ardor de
cuyos ojos agita su corazón más que el fuego, que pronto reducirá su cuerpo a
cenizas. ¿Puede la llama del corazón perecer en la llama de la hoguera?
-No comprendo una palabra de lo que dices -exclamó Margarita.
-Pues éste es mi cuento -replicó la azucena.
¿Qué dijo la campanilla?
-Más arriba del sendero de montaña se alza un antiguo castillo. La espesa
siempreviva crece en torno de los vetustos muros rojos, hoja contra hoja,
rodeando la terraza. Allí mora una hermosa doncella que, inclinándose sobre la
balaustrada, mira constantemente al camino. No hay en el rosal una rosa más
fresca que ella; ninguna flor de manzano arrancada por el viento flota más
ligera que ella; el crujido de su ropaje de seda dice: «¿No viene aún?».
-¿Te refieres a Carlos? -preguntó Margarita.
-Yo hablo tan sólo de mi leyenda, de mi sueño -respondió la campanilla.
¿Qué dice el rompenieves?
-Entre unos árboles hay una larga tabla, colgada de unas cuerdas; es un
columpio. Dos lindas chiquillas -sus vestidos son blancos como la nieve, y en
sus sombreros flotan largas cintas de seda verde- se balancean sentadas en él.
Su hermano, que es mayor, está también en el columpio, de pie, rodeando la
cuerda con un brazo para sostenerse, pues tiene en una mano una escudilla, y en
la otra, una paja, y está soplando pompas de jabón. El columpio no para, y las
pompas vuelan, con bellas irisaciones; la última está aún adherida al canutillo
y se tuerce al impulso del viento, pues el columpio sigue oscilando. Un perrito
negro, ligero como las pompas de jabón, se levanta sobre las patas traseras;
también él quería subir al columpio. Pasa volando el columpio, y el perro cae,
ladrando furioso, y las pompas estallan. Un columpio, una esferita de espuma que
revienta; ¡ésta es mi canción!
-Acaso sea bonito eso que cuentas, pero lo dices de modo tan triste, y además no
hablas de Carlitos.
¿Qué decían los jacintos?
-Éranse tres bellas hermanas, exquisitas y transparentes. El vestido de una era
rojo; el de la segunda, azul, y el de la tercera, blanco. Cogidas de la mano
bailaban al borde del lago tranquilo, a la suave luz de la luna. No eran elfos,
sino seres humanos. El aire estaba impregnado de dulce fragancia, y las
doncellas desaparecieron en el bosque. La fragancia se hizo más intensa; tres
féretros, que contenían a las hermosas muchachas, salieron de la espesura de la
selva, flotando por encima del lago, rodeados de luciérnagas, que los
acompañaban volando e iluminándolos con sus lucecitas tenues. ¿Duermen acaso las
doncellas danzarinas, o están muertas? El perfume de las flores dice que han
muerto; la campana vespertina llama al oficio de difuntos.
-¡Qué tristeza me causas! -dijo Margarita-. ¡Tu perfume es tan intenso! No puedo
dejar de pensar en las doncellas muertas. ¡Ay!, ¿estará muerto Carlitos? Las
rosas estuvieron debajo de la tierra y dijeron que no.
-¡Cling, clang! -sonaban los cálices de los jacintos-. No doblamos por Carlitos,
no lo conocemos. Cantamos nuestra propia pena, la única que conocemos.
Y Margarita pasó al botón de oro, que asomaba por entre las verdes y brillantes
hojas.
-¡Cómo brillas, solecito! -le dijo-. ¿Sabes dónde podría encontrar a mi
campanero de juegos?
El botón de oro despedía un hermosísimo brillo y miraba a Margarita. ¿Qué
canción sabría cantar? Tampoco se refería a Carlos. No sabía qué decir.
-El primer día de primavera, el sol del buen Dios lucía en una pequeña alquería,
prodigando su benéfico calor; sus rayos se deslizaban por las blancas paredes de
la casa vecina, junto a las cuales crecían las primeras flores amarillas,
semejantes a ascuas de oro al contacto de los cálidos rayos. La anciana abuela
estaba fuera, sentada en su silla; la nieta, una linda muchacha que servía en la
ciudad, acababa de llegar para una breve visita y besó a su abuela. Había oro,
oro puro del corazón en su beso. Oro en la boca, oro en el alma, oro en aquella
hora matinal. Ahí tienes mi cuento -concluyó el botón de oro.
-¡Mi pobre, mi anciana abuelita! -suspiró Margarita-. Sin duda me echa de menos
y está triste pensando en mí, como lo estaba pensando en Carlos. Pero volveré
pronto a casa y lo llevaré conmigo. De nada sirve que pregunte a las flores, las
cuales saben sólo de sus propias penas. No me dirán nada.
Y se arregazó el vestidito para poder andar más rápidamente; pero el lirio de
Pascua le golpeó en la pierna al saltar por encima de él. Se detuvo la niña y,
considerando la alta flor amarilla, le preguntó:
- ¿Acaso tú sabes algo? -y se agachó sobre la flor. ¿Qué le dijo ésta?
-Me veo a mí misma, me veo a mí misma. ¡Oh, cómo huelo! Arriba, en la pequeña
buhardilla, está, medio desnuda, una pequeña bailarina, que ora se sostiene
sobre una pierna, ora sobre las dos, recorre con sus pies todo el mundo, pero es
sólo una ilusión. Vierte agua de la tetera sobre un pedazo de tela que sostiene:
es su corpiño, ¡la limpieza es una gran cosa! El blanco vestido cuelga de un
gancho; fue también lavado en la tetera y secado en el tejado. Se lo pone, se
pone alrededor del cuello el chal azafranado, y así resalta más el blanco del
vestido. ¡Arriba la pierna! ¡Mira qué alardes hace sobre un tallo! ¡Me veo a mí
misma, me veo a mí misma! ¡Oh esto es magnífico!
-¡Y qué me importa eso a mí! -dijo Margarita-. ¿A qué viene esa historia?
Y echó a correr hacia el extremo del jardín.
La puerta estaba cerrada, pero ella forcejeó con el herrumbroso cerrojo hasta
descorrerlo; se abrió por fin, y la niña se lanzó al vasto mundo con los pies
descalzos. Por tres veces se volvió a mirar, pero nadie la perseguía. Al fin,
fatigadísima, se sentó sobre una gran piedra, y al dirigir la mirada a su
alrededor se dio cuenta de que el verano había pasado y de que estaba ya muy
avanzado el otoño, cosa que no había podido observar en el hermoso jardín, donde
siempre brillaba el sol, y las flores crecían en todas las estaciones.
-¡Dios mío, cómo me he retrasado! -dijo Margarita-. ¡Estamos ya en otoño; tengo
que darme prisa!
Y se puso en pie para reemprender su camino.
Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados! A su alrededor todo parecía
frío y desierto; las largas hojas de los sauces estaban amarillas, y el rocío se
desprendía en grandes gotas. Caían las hojas unas tras otras; sólo el endrino
tenía aún fruto, pero era áspero y contraía la boca. ¡Ay, qué gris y difícil
parecía todo en el vasto mundo!.
CUARTO EPISODIO
El príncipe y la princesa
Margarita no tuvo más remedio que tomarse
otro descanso. Y he aquí que en medio de la nieve, en el sitio donde se había
sentado, saltó una gran corneja que llevaba buen rato allí contemplando a la
niña y bamboleando la cabeza. Finalmente, le dijo:
-¡Crac, crac, buenos días, buenos días!
No sabía decirlo mejor, pero sus intenciones eran buenas, y le preguntó adónde
iba tan sola por aquellos mundos de Dios. Margarita comprendió muy bien la
palabra «sola» y el sentido que encerraba. Contó, pues, a la corneja toda su
historia y luego le preguntó si había visto a Carlos.
La corneja hizo un gesto significativo con la cabeza y respondió:
-¡A lo mejor!
-¿Cómo? ¿Crees que lo has visto? -exclamó la niña, besando al ave tan
fuertemente que por poco la ahoga.
-¡Cuidado, cuidado! -protestó la corneja-. Me parece que era Carlitos. Sin
embargo, te ha olvidado por la princesa.
-¿Vive con una princesa? -preguntó Margarita.
-Sí, escucha -dijo la corneja-; pero me resulta difícil hablar tu lengua. Si
entendieses la nuestra, te lo podría contar mejor.
-Lo siento, pero no la sé -respondió Margarita-. Mi abuelita sí la entendía, y
también la lengua de las pes. ¡Qué lástima, que yo no la aprendiera!
-No importa -contestó la corneja-. Te lo contaré lo mejor que sepa; claro que
resultará muy deficiente.
Y le explicó lo que sabía.
-En este reino en que nos encontramos, vive una princesa de lo más inteligente;
tanto, que se ha leído todos los periódicos del mundo, y los ha vuelto a
olvidar. Ya ves si es lista. Uno de estos días estaba sentada en el trono -lo
cual no es muy divertido, según dicen-; el hecho es que se puso a canturrear una
canción que decía así: «¿Y si me buscara un marido?». «Oye, eso merece ser
meditado», pensó, y tomó la resolución de casarse. Pero quería un marido que
supiera responder cuando ella le hablara; un marido que no se limitase a
permanecer plantado y lucir su distinción; esto era muy aburrido. Convocó
entonces a todas las damas de la Corte, y cuando ellas oyeron lo que la Reina
deseaba, se pusieron muy contentas. «¡Esto me gusta! -exclamaron todas-; hace
unos días que yo pensaba también en lo mismo». Te advierto que todo lo que digo
es verdad -observó la corneja-. Lo sé por mi novia, que tiene libre entrada en
palacio; está domesticada.
La novia era otra corneja, claro está. Pues una corneja busca siempre a una
semejante y, naturalmente, es siempre otra corneja.
-Los periódicos aparecieron enseguida con el monograma de la princesa dentro de
una orla de corazones. Podía leerse en ellos que todo joven de buen parecer
estaba autorizado a presentarse en palacio y hablar con la princesa; el que
hablase con desenvoltura y sin sentirse intimidado, y desplegase la mayor
elocuencia, sería elegido por la princesa como esposo. Puedes creerme -insistió
la corneja-, es verdad, tan verdad como que estoy ahora aquí. Acudió una
multitud de hombres, todo eran aglomeraciones y carreras, pero nada salió de
ello, ni el primer día ni el segundo. Todos hablaban bien mientras estaban en la
calle; pero en cuanto franqueaban la puerta de palacio y veían los centinelas en
uniforme plateado y los criados con librea de oro en las escaleras, y los
grandes salones iluminados, perdían la cabeza. Y cuando se presentaban ante el
trono ocupado por la princesa, no sabían hacer otra cosa que repetir la última
palabra que ella dijera, y esto a la princesa no le interesaba ni pizca. Era
como si al llegar al salón del trono se les hubiese metido rapé en el estómago y
hubiesen quedado aletargados, no despertando hasta encontrarse nuevamente en la
calle; entonces recobraban el uso de la palabra. Y había una enorme cola que
llegaba desde el palacio hasta la puerta de la ciudad. Yo estaba también, como
espectadora. Y pasaban hambre y sed, pero en el palacio no se les servía ni un
vaso de agua. Algunos, más listos, se habían traído bocadillos, pero no creas
que los compartieran con el vecino. Pensaban: «Mejor que tenga cara de
hambriento, así no lo querrá la princesa».
-Pero, ¿y Carlos, y Carlitos? -preguntó Margarita-. ¿Cuándo llegó? ¿Estaba entre
la multitud?
-Espera, espera, ya saldrá Carlitos. El tercer día se presentó un personajito,
sin caballo ni coche, pero muy alegre. Sus ojos brillaban como los tuyos, tenía
un cabello largo y hermoso, pero vestía pobremente.
-¡Era Carlos! -exclamó Margarita, alborozada-. ¡Oh, lo he encontrado!
Y dio una palmada.
-Llevaba un pequeño morral a la espalda -prosiguió la corneja. -No, debía de ser
su trineo -replicó Margarita-, pues se marchó con el trineo.
-Es muy posible -admitió la corneja-, no me fijé bien; pero lo que sí sé, por mi
novia domesticada, es que el tal individuo, al llegar a la puerta de palacio y
ver la guardia en uniforme de plata y a los criados de la escalera en librea
dorada, no se turbó lo más mínimo, sino que, saludándoles con un gesto de la
cabeza, dijo: «Debe ser pesado estarse en la escalera; yo prefiero entrar». Los
salones eran un ascua de luz; los consejeros privados y de Estado andaban
descalzos llevando fuentes de oro. Todo era solemne y majestuoso. Los zapatos
del recién llegado crujían ruidosamente, pero él no se inmutó.
-¡Es Carlos, sin duda alguna! -repitió Margarita-. Sé que llevaba zapatos
nuevos. Oí crujir sus suelas en casa de abuelita.
-¡Ya lo creo que crujían! -prosiguió la corneja-, y nuestro hombre se presentó
alegremente ante la princesa, la cual estaba sentada sobre una gran perla, del
tamaño de un torno de hilar. Todas las damas de la Corte, con sus doncellas y
las doncellas de las doncellas, y todos los caballeros con sus criados y los
criados de los criados, que a su vez tenían asistente, estaban colocados en
semicírculo; y cuanto más cerca de la puerta, más orgullosos parecían. Al
asistente del criado del criado, que va siempre en zapatillas, uno casi no se
atreve a mirarlo; tal es la altivez con que se está junto a la puerta.
-¡Debe ser terrible -exclamó Margarita-. ¿Y vas a decirme que Carlos se casó con
la princesa?
-De no haber sido yo corneja me habría quedado con ella, y esto que estoy
prometido. Parece que él habló tan bien como lo hago yo cuando hablo en mi
lengua; así me lo ha dicho mi novia domesticada. Era audaz y atractivo. No se
había presentado para conquistar a la princesa, sino sólo para escuchar su
conversación. Y la princesa le gustó, y ella, por su parte, quedó muy satisfecha
de él.
-Sí, seguro que era Carlos -dijo Margarita-. ¡Siempre ha sido tan inteligente!
Fíjate que sabía calcular de memoria con quebrados. ¡Oh, por favor, llévame al
palacio!
-¡Niña, qué pronto lo dices! -replicó la corneja-. Tendré que consultarlo con mi
novia domesticada; seguramente podrá aconsejarnos, pues de una cosa estoy
seguro: que jamás una chiquilla como tú será autorizada a entrar en palacio por
los procedimientos reglamentarios.
-¡Sí, me darán permiso! -afirmó Margarita-. Cuando Carlos sepa que soy yo,
saldrá enseguida a buscarme.
-Aguárdame en aquella cuesta -dijo la corneja, y, saludándola con un movimiento
de la cabeza, se alejó volando.
Cuando regresó, anochecía ya.
-¡Rah! ¡rah! -gritó-. Ella me ha encargado que te salude, y ahí va un panecillo
que sacó de la cocina. Allí hay mucho pan, y tú debes de estar hambrienta. No es
posible que entres en el palacio; vas descalza; los centinelas en uniforme de
plata y los criados en librea de oro no te lo permitirán. Pero no llores, de un
modo u otro te introducirás. Mi novia conoce una escalerita trasera que conduce
al dormitorio, y sabe dónde hacerse con las llaves.
Se fueron al jardín, a la gran avenida donde las hojas caían sin parar; y cuando
en el palacio se hubieron apagado todas las luces una tras otra, la corneja
condujo a Margarita a una puerta trasera que estaba entornada.
¡Oh, cómo le palpitaba a la niña el corazón, de angustia y de anhelo! Le parecía
como si fuera a cometer una mala acción, y, sin embargo, sólo quería saber si
Carlos estaba allí. Que estaba, era casi seguro; y en su imaginación veía sus
ojos inteligentes, su largo cabello; lo veía sonreír cómo antes, cuando se
reunían en casa entre las rosas. Sin duda estaría contento de verla, de
enterarse del largo camino que había recorrido en su busca; de saber la
aflicción de todos los suyos al no regresar él. ¡Oh, qué miedo, y, a la vez, qué
contento!
Llegaron a la escalera, iluminada por una lamparilla colocada sobre un armario.
En el suelo esperaba la corneja domesticada, volviendo la cabeza en todas
direcciones. Miró a Margarita, que la saludó con una inclinación, tal como le
enseñara la abuelita.
-Mi prometido me ha hablado muy bien de usted, señorita -dijo la corneja
domesticada-. Su biografía, como vulgarmente se dice, o sea, la historia de su
vida, es, por otra parte, muy conmovedora. Haga el favor de coger la lámpara, y
yo guiaré. Lo mejor es ir directamente por aquí, así no encontraremos a nadie.
-Tengo la impresión de que alguien nos sigue - exclamó Margarita; en efecto,
algo pasó con un silbido; eran como sombras que se deslizaban por la pared,
caballos de flotantes melenas y delgadas patas, cazadores, caballeros y damas
cabalgando.
-Son sueños nada más -dijo la corneja-. Vienen a buscar los pensamientos de Su
Alteza para llevárselos de caza. Tanto mejor, así podrá usted contemplarla a sus
anchas en la cama. Pero confío en que, si es usted elevada a una condición
honorífica y distinguida, dará pruebas de ser agradecida.
-No hablemos ahora de eso -intervino la corneja del bosque.
Llegaron al primer salón, tapizado de color de rosa, con hermosas flores en las
paredes. Pasaban allí los sueños rumoreando, pero tan vertiginosos, que
Margarita no pudo ver a los nobles personajes. Cada salón superaba al anterior
en magnificencia; era para perder la cabeza. Al fin llegaron al dormitorio, cuyo
techo parecía una gran palmera con hojas de cristal, pero cristal precioso; en
el centro, de un grueso tallo de oro, colgaban dos camas, cada una semejante a
un lirio. En la primera, blanca, dormía la princesa; en la otra, roja, Margarita
debía buscar a Carlos. Separó una de las hojas encarnadas y vio un cuello
moreno. ¡Era Carlos! Pronunció su nombre en voz alta, acercando la lámpara -los
sueños volvieron a pasar veloces por la habitación-, él se despertó, volvió la
cabeza y... ¡no era Carlos!
El príncipe se le parecía sólo por el pescuezo, pero era joven y guapo. La
princesa, parpadeando por entre la blanca hoja de lirio, preguntó qué ocurría.
Margarita rompió a llorar y le contó toda su historia y lo que por ella habían
hecho las cornejas.
¡Pobre pequeña! -exclamaron los príncipes; elogiaron a las cornejas y dijeron
que no estaban enfadados, aunque aquello no debía repetirse. Por lo demás,
recibirían una recompensa.
¿Prefieren marcharse libremente -preguntó la princesa- o quedarse en palacio en
calidad de cornejas de Corte, con derecho a todos los desperdicios de la cocina?
Las dos cornejas se inclinaron respetuosamente y manifestaron que optaban por el
empleo fijo, pues pensaban en la vejez y en que sería muy agradable contar con
algo positivo para cuando aquélla llegase.
El príncipe se levantó de la cama y la cedió a Margarita; realmente no podía
hacer más. Ella cruzó las manos, pensando: «¡Qué buenas son las personas y los
animales, después de todo!», y cerrando los ojos, se quedó dormida. Acudieron de
nuevo todos los sueños, y creyó ver angelitos de Dios que guiaban un trineo en
el que viajaba Carlos, el cual la saludaba con la cabeza. Pero todo aquello fue
un sueño, y se desvaneció en el momento de despertarse.
Al día siguiente la vistieron de seda y terciopelo de pies a cabeza. La
invitaron a quedarse en palacio, donde lo pasaría muy bien; pero ella pidió sólo
un cochecito con un caballo y un par de zapatitos, para seguir corriendo el
mundo en busca de Carlos.
Le dieron zapatos y un manguito y la vistieron primorosamente, y cuando se
dispuso a partir, había en la puerta una carroza nueva de oro puro; los escudos
del príncipe y de la princesa brillaban en ella como estrellas. El cochero,
criados y postillones -pues no faltaban tampoco los postillones-, llevaban
sendas coronas de oro. Los príncipes en persona la ayudaron a subir al coche y
le desearon toda clase de venturas. La corneja silvestre, que ya se había
casado, la acompañó un trecho de tres millas, posada a su lado, pues no podía
soportar ir de espaldas. La otra corneja se quedó en la puerta batiendo de alas;
no siguió porque desde que contaba con un empleo fijo, sufría de dolores de
cabeza, pues comía con exceso. El interior del coche estaba acolchado con
cosquillas de azúcar, y en el asiento había fruta y mazapán.
-¡Adiós, adiós! -gritaron el príncipe y la princesa; y Margarita lloraba, y
lloraba también la corneja-. Al cabo de unas millas se despidió también ésta, y
resultó muy dura aquella despedida. Se subió volando a un árbol, y permaneció en
él agitando las negras alas hasta que desapareció el coche, que relucía como el
sol.
QUINTO EPISODIO
La pequeña bandolera
Avanzaban a través del bosque tenebroso, y
la carroza relucía como una antorcha. Su brillo era tan intenso, que los ojos de
los bandidos no podían resistirlo.
-¡Es oro, es oro! -gritaban, y, arremetiendo con furia, detuvieron los caballos,
dieron muerte a los postillones, al cochero y a los criados y mandaron apearse a
Margarita.
-Está gorda, apetitosa, la alimentaron con nueces -dijo la vieja de los
bandidos, que era barbuda y tenía unas cejas que le colgaban por encima de los
ojos.
-Será sabrosa como un corderillo bien cebado. ¡Se me hace la boca agua! -y sacó
su afilado cuchillo, que daba miedo de brillante que era.
-¡Ay! -gritó al mismo tiempo, pues su propia hija, que se le había subido a la
espalda, acababa de pegarle un mordisco en la oreja; era salvaje y endiablada
como ella sola.
-Maldita rapaza! -exclamó la madre, renunciando a degollar a Margarita.
-¡Jugará conmigo! -dijo la niña de los bandoleros.
-Me dará su manguito y su lindo vestido, y dormirá en mi cama y pegó a la vieja
otro mordisco, que la hizo saltar y dar vueltas, mientras los bandidos reían y
decían:
-¡Cómo baila con su golfilla!
-¡Quiero subir al coche! -gritó la pequeña salvaje, y hubo que complacerla, pues
era malcriada y terca como ella sola. Ella y Margarita subieron al carruaje y
salieron a galope a campo traviesa. La hija de los bandoleros era de la edad de
Margarita, pero más robusta, ancha de hombros y de piel morena. Tenía los ojos
negros, de mirada casi triste. Rodeando a Margarita por la cintura, le dijo: -
No te matarán mientras yo no me enfade contigo ¿Eres una princesa, verdad?
-No -respondió Margarita, y le contó todas sus aventuras y lo mucho que ansiaba
encontrar a su Carlitos.
La otra la miraba muy seriamente; hizo un signo con la cabeza y dijo:
-No te matarán, aunque yo me enfade; entonces lo haré yo misma.
Y secó los ojos de Margarita y metió las manos en el hermoso manguito, tan
blando y caliente.
El coche se detuvo; estaban en el patio de un castillo de bandoleros, todo él
derruido de arriba abajo. Cuervos y cornejas salían volando de los grandes
orificios, y enormes perros mastines, cada uno de los cuales parecía capaz de
tragarse un hombre, saltaban sin ladrar, pues les estaba prohibido.
En la espaciosa sala, vieja y ahumada, ardía un gran fuego en el centro del
suelo de piedra; el humo se esparcía por debajo del techo, buscando una salida.
Cocía un gran caldero de sopa, al mismo tiempo que asaban liebres y conejos.
-Esta noche dormirás sola conmigo y con mis animalitos -dijo la hija de los
bandidos.
Le dieron de comer y beber, y luego las dos niñas se apartaron a un rincón donde
había paja y alfombras. Encima, posadas en estacas y perchas, había un centenar
de palomas, dormidas al parecer, pero que se movieron un poco al acercarse las
chicas.
-Todas son mías -dijo la hija de los bandidos, y, sujetando una por los pies, la
sacudió violentamente, haciendo que el animal agitara las alas-. ¡Bésala!
-gritó, apretándola contra la cara de Margarita-. Allí están las palomas
torcaces, las buenas piezas -y señaló cierto número de barras clavadas ante un
agujero en la parte superior de la pared-. También son torcaces aquellas dos; si
no las tenemos encerradas, escapan; y éste es mi preferido -y así diciendo,
agarró por los cuernos un reno, que estaba atado por un reluciente anillo de
cobre en torno al cuello-. No hay más remedio que tenerlo sujeto, de lo
contrario huye. Todas las noches le hago cosquillas en el cuello con el
cuchillo, y tiene miedo.
Y la chiquilla, sacando un largo cuchillo de una rendija de la pared, lo deslizó
por el cuello del reno. El pobre animal todo era patalear, y la chica venga
reírse. Luego metió a Margarita en la cama con ella.
-¿Duermes siempre con el cuchillo a tu lado? -preguntó Margarita, mirando el
arma un si es no es nerviosa.
-¡Desde luego! -respondió la pequeña bandolera-. Nunca sabe una lo que puede
ocurrir. Pero vuelve a contarme lo que me dijiste antes de Carlitos y por qué te
fuiste por esos mundos.
Margarita le repitió su historia desde el principio, mientras las palomas
torcaces arrullaban en su jaula y las demás dormían. La hija de los bandidos
pasó un brazo en torno al cuello de Margarita, y, con el cuchillo en la otra
mano, se puso a dormir y a roncar. Margarita, en cambio, no podía pegar los
ojos, pues no sabía si seguiría viva o si debía morir. Los bandidos, sentados
alrededor del fuego, cantaban y bebían, mientras la vieja no cesaba de dar
volteretas. El espectáculo resultaba horrible para Margarita.
En esto dijeron las palomas torcaces:
-¡Ruk, ruk!, hemos visto a Carlitos. Un pollo blanco llevaba su trineo, él iba
sentado en la carroza de la Reina de las Nieves, que volaba por encima del
bosque cuando nosotras estábamos en el nido. Sopló sobre nosotras y murieron
todas menos nosotras dos. ¡Ruk, ruk!
-¿Qué están diciendo ahí arriba? -exclamó Margarita- ¿Adónde iba la Reina de la
Nieves? ¿Sabéis algo?
-Al parecer se dirigía a Laponia, donde hay siempre nieve y hielo. Pregunta al
reno atado ahí.
-Allí hay hielo y nieve, ¡qué magnífico es aquello y qué bien se está! -dijo el
reno-. Salta uno con libertad por los grandes prados relucientes. Allí tiene la
Reina de las Nieves su tienda de verano; pero su palacio está cerca del Polo
Norte, en las islas que llaman Spitzberg.
-¡Oh, Carlos, Carlitos! -suspiró Margarita.
-¿No puedes estarte quieta? -la riñó la hija de los bandidos- ¿O quieres que te
clave el cuchillo en la barriga?
A la mañana siguiente Margarita le contó todo lo que le habían dicho las palomas
torcaces; la muchacha se quedó muy seria, movió la cabeza y dijo:
-¡Qué más da, qué más da! ¿Sabes dónde está Laponia? -preguntó al reno.
-¿Quién lo sabría mejor que yo? -respondió el animal, y sus ojos despedían
destellos-. Allí nací y me crié. ¡Cómo he brincado por sus campos de nieve!
-¡Escucha! -dijo la muchacha a Margarita-. Ya ves que todos nuestros hombres se
han marchado, pero mi madre sigue en casa. Más tarde empinará el codo y echará
su siestecita; entonces haré algo por ti -. Saltando de la cama, cogió a su
madre por el cuello y, tirándole de los bigotes, le dijo:
-¡Buenos días, mi dulce chivo!
La vieja correspondió a sus caricias con varios capirotazos que le pusieron toda
la nariz amoratada; pero no era sino una muestra de cariño.
Cuando la vieja, tras unos copiosos tragos, se entregó a la consabida siestecita,
la hija llamó al reno y le dijo: - Podría divertirme aún unas cuantas veces
cosquilleándote el cuello con la punta de mi afilado cuchillo; ¡estás entonces
tan gracioso! Pero es igual, te desataré y te ayudaré a escapar, para que te
marches a Laponia. Pero cuida de brincar con ánimos y de conducir a esta niña al
palacio de la Reina de las Nieves, donde está su compañero de juegos. Ya oíste
su relato, pues hablaba bastante alto y tú escuchabas.
El reno pegó un brinco de alegría. La muchacha montó a Margarita sobre su
espalda, cuidando de sujetarla fuertemente y dándole una almohada para sentarse.
-Así estás bien -dijo-, ahí tienes tus botas de piel, pues hace frío; pero yo me
quedo con el manguito; es demasiado precioso. No te vas a helar por eso. Te daré
los grandes mitones de mi madre que te llegarán hasta el codo; póntelos... así;
ahora tus manos parecen las de mi madre.
Margarita lloraba de alegría.
-No puedo verte lloriquear -dijo la hija de los bandidos-. Debes estar contenta;
ahí tienes dos panes y un jamón para que no pases hambre.
Ató las vituallas a la grupa del reno, abrió la puerta, hizo entrar todos los
perros y, cortando la cuerda con su cuchillo, dijo al reno:
-¡A galope, pero mucho cuidado con la niña!
Margarita alargó las manos, cubiertas con los grandes mitones, hacia la
muchachita, para despedirse de ella, y enseguida el reno emprendió la carrera a
campo traviesa, por el inmenso bosque, por pantanos y estepas, a toda velocidad.
Aullaban los lobos y graznaban los cuervos; del cielo llegaba un sonido de «¡p-ff,
p-ff!», como si estornudasen.
-¡Son mis auroras boreales! -dijo el reno-. Mira cómo brillan.
Y redobló la velocidad, día y noche. Se acabaron los panes y el jamón, y al fin
llegaron a Laponia.
SEXTO EPISODIO
La lapona y la finesa
Hicieron alto frente a una casita de
aspecto muy pobre. El tejado llegaba hasta el suelo, y la puerta era tan baja
que, para entrar y salir, la familia tenía que arrastrarse. Nadie había en la
casa, aparte una vieja lapona que cocía pescado en una lámpara de aceite. El
reno contó toda la historia de Margarita, aunque después de haber relatado la
propia, que estimaba mucho más importante. La niña estaba tan aterida de frío,
que no podía hablar.
-¡Pobres! -dijo la mujer lapona-. ¡Lo que les queda aún por andar! Tienen que
correr centenares de millas antes de llegar a Finlandia, que es donde vive la
Reina de las Nieves, y todas las noches enciende un castillo de fuegos
artificiales. Escribiré unas líneas sobre un bacalao seco, pues papel no tengo,
y lo entregaréis a la finesa de allá arriba. Ella podrá informaros mejor que yo.
Y cuando Margarita se hubo calentado y saciado el hambre y la sed, la mujer
escribió unas palabras en un bacalao seco y, recomendando a la niña que cuidase
de no perderlo, lo ató al reno, el cual reemprendió la carrera. «¡P-ff! ¡P-ff!»,
seguía rechinando en el cielo; y durante toda la noche lucieron magníficas
auroras boreales azules. Luego llegaron a Finlandia, y llamaron a la chimenea de
la mujer finesa, ya que puerta no había.
La temperatura del interior era tan elevada, que la misma finesa iba casi
desnuda; era menuda y en extremo sucia. Se apresuró a quitar los vestidos a
Margarita, así como los mitones y botas, ya que de otro modo el calor se le
habría hecho insoportable; puso un pedazo de hielo sobre la cabeza del reno y
luego leyó las líneas escritas en el bacalao. Las leyó por tres veces, hasta que
se las hubo aprendido de memoria, y a continuación echó el pescado en el caldero
de la sopa, pues era perfectamente comestible, y aquella mujer a todo le hallaba
su aplicación.
Entonces el reno empezó a contar su historia y después la de Margarita. La mujer
finesa se limitaba a pestañear, sin decir una palabra.
-Eres muy lista -dijo el reno-. Sé que puedes atar todos los vientos del mundo
con una hebra. Cuando el marino suelta uno de los cabos, tiene viento favorable;
si suelta otro, el viento arrecia, y si deja el tercero y el cuarto, entonces se
levanta una tempestad que derriba los árboles. ¿No querrías procurar a esta niña
un elixir que le dé la fuerza de doce hombres y le permita dominar a la Reina de
las Nieves?
-¡La fuerza de doce hombres! -dijo la finesa-. No creo que sirviera de gran
cosa.
Y, dirigiéndose a un anaquel, cogió una piel arrollada y la desenrolló. Había
escritas en ella unas letras misteriosas, y la mujer se puso a leer con tanto
esfuerzo, que el sudor le manaba de la frente.
Pero el reno rogó con tanta insistencia en pro de Margarita, y ésta miró a la
mujer con ojos tan suplicantes y llenos de lágrimas, que la finesa volvió a
pestañear y se llevó al animal a un rincón, donde le dijo al oído, mientras le
ponía sobre la cabeza un nuevo pedazo de hielo:
-En efecto, es verdad: Carlitos está aún junto a la Reina de las Nieves, a pleno
gusto y satisfacción, persuadido de que es el mejor lugar del mundo. Pero ello
se debe a que le entró en el corazón una astilla de cristal, y en el ojo, un
granito de hielo. Hay que empezar por extraérselos; de lo contrario, jamás
volverá a ser como una persona, y la Reina de las Nieves conservará su poder
sobre él.
-¿Y no puedes tú dar algún mejunje a Margarita, para que tenga poder sobre todas
esas cosas?
-No puede darle más poder que el que ya posee. ¿No ves lo grande que es? ¿No ves
cómo la sirven hombres y animales, y lo lejos que ha llegado, a pesar de ir
descalza? Su fuerza no puede recibirla de nosotros; está en su corazón, por ser
una niña cariñosa e inocente. Si ella no es capaz de llegar hasta la Reina de
las Nieves y extraer el cristal del corazón de Carlos, nosotros nada podemos
hacer. A dos millas de aquí empieza el jardín de la Reina; tú puedes llevarla
hasta allí; déjala cerca de un gran arbusto que crece en medio de la nieve y
está lleno de bayas rojas, y no te entretengas contándole chismes; vuélvete aquí
enseguida.
Dicho esto, la finesa montó a Margarita sobre el reno, el cual echó a correr a
toda velocidad.
-¡Oh, me dejé los zapatitos! ¡Y los mitones! -exclamó Margarita al sentir el
frío cortante; pero el reno no se atrevió a detenerse y siguió corriendo hasta
llegar al arbusto de las bayas rojas. Una vez en él, hizo que la niña se apease
y la besó en la boca, mientras por sus mejillas resbalaban grandes y relucientes
lágrimas; luego emprendió el regreso a galope tendido. La pobre Margarita se
quedó allí descalza y sin guantes, en medio de aquella gélida tierra de
Finlandia.
Echó a correr de frente, tan deprisa como le era posible. Vino entonces todo un
ejército de copos de nieve; pero no caían del cielo, el cual aparecía
completamente sereno y brillante por la aurora boreal. Los copos de nieve
corrían por el suelo, y cuanto más se acercaban, más grandes eran. Margarita se
acordó de lo grandes y bonitos que le habían parecido cuando los contempló a
través de una lente; sólo que ahora eran todavía mucho mayores y más pavorosos;
tenían vida, eran los emisarios de la Reina de las Nieves. Presentaban las
formas más extrañas; unos parecían enormes y feos erizos; otros, arañas
apelotonadas que sacaban las cabezas; otros eran como gordos ositos de pelo
hirsuto; pero todos tenían un brillo blanco y todos eran vivos.
Margarita rezó un Padrenuestro, y el frío era tan intenso, que podía ver su
propia respiración, que le salía de la boca en forma de vapor. Y el vapor se
hacía cada vez más denso, hasta adoptar la figura de angelitos radiantes, que
iban creciendo a medida que se acercaban a la tierra; todos llevaban casco en la
cabeza, y lanza y escudo en las manos. Su número crecía constantemente, y cuando
Margarita hubo terminado su padrenuestro, la rodeaba todo un ejército. Con sus
lanzas picaban los horribles copos, haciéndolos estallar en cien pedazos, y
Margarita avanzaba segura y contenta.
Los ángeles le acariciaban manos y pies, con lo que ella sentía menos el frío; y
se dirigió rápidamente al palacio de la Reina de las Nieves.
Pero veamos ahora cómo lo pasaba Carlos, quien no pensaba, ni mucho menos, en
Margarita, ni sospechaba siquiera que estuviese frente al palacio.
SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió
Los muros del castillo eran de nieve
compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había
más de cien salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía
varias millas de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran
todos ellos espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban
fiestas en ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad
hubiera podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas
traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus manotazos
a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo era desierto,
inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las auroras boreales
flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con exactitud cuándo estaban en
su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella interminable sala desierta
había un lago helado, roto en mil pedazos, tan iguales entre sí que el conjunto
resultaba una verdadera obra de arte. En medio se sentaba la Reina de las Nieves
cuando residía en su palacio; decía entonces que estaba sentada en el espejo de
la razón, y que éste era el único y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro; pero no se daba cuenta, pues ella
lo había hecho besar por la helada, y su corazón era como un témpano de hielo.
Se entretenía arrastrando cortantes pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos
de todas las maneras posibles para formar con ellos algo determinado, como
cuando nosotros combinamos piezas de madera y reconstituimos figuras: lo que
llamamos un rompecabezas. El muchacho obtenía diseños extremadamente ingeniosos;
era el gran rompecabezas helado de la inteligencia. Para él, aquellas figuras
eran perfectas y tenían grandísima importancia; y todo por el granito de hielo
que tenía en el ojo. Combinaba figuras que eran una palabra escrita, pero de
ningún modo lograba componer el único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin
embargo, la Reina de las Nieves le había dicho: -Si consigues componer esta
figura, serás señor de ti mismo y te regalaré el mundo entero y un par de
patines por añadidura-. Pero no había modo.
-Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo la Reina de las Nieves-. Quiero
echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se refería a los volcanes que
nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un poquitín de blanco, como
corresponde; y además les irá bien a los limones y a las uvas.
Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada y enorme, tan
lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo, pensando y
cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado; se le hubiera
tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del palacio. Soplaban en él vientos
cortantes, pero cuando la niña rezó su oración vespertina, se calmaron como si
les entrara sueño; y ella avanzó por las enormes salas frías y desiertas: ¡allí
estaba Carlos! Lo reconoció enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo
fuertemente, exclamó:
-¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces Margarita lloró lágrimas
ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el
témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Él la miró, y la niña se
puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de
espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
-¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde
he estado yo?
Y miraba a su alrededor.
-¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto!
Y se agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El
espectáculo era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y
cuando se sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la
palabra que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y
darle el mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas cobraron color; lo besó en los ojos,
que se volvieron brillantes como los de ella; lo besó en las manos y los pies, y
el niño quedó sano y contento. Ya podía volver la Reina de las Nieves; su carta
de emancipación quedaba escrita con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, hablando de la
abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que fuesen, al punto amainaba
el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de las bayas rotas, vieron al
reno que los aguardaba, en compañía de una hembra con las ubres llenas, que dio
a los niños su tibia leche y los besó en la boca. Acto seguido condujeron a
Carlos y Margarita a la casa de la mujer finesa, en cuya caldeada habitación se
reconfortaron, y la mujer les indicó el camino de su patria. Hicieron también
escala en la choza de la lapona, que entretanto había cosido vestidos para ellos
y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los siguió hasta la frontera del país,
donde brotaba la primera hierba; allí se despidieron de los animales y de la
lapona.
-¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras avecillas piaron, el bosque tenía
yemas verdes, y de su espesor salió un soberbio caballo, que Margarita reconoció
-era el que había tirado de la dorada carroza-, montado por una muchacha que
llevaba la cabeza cubierta con un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto.
Era la hija de los bandidos, que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte,
resuelta a encaminarse luego a otras regiones si aquélla no la convencía.
Reconoció inmediatamente a Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
-¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos! -dijo a Carlitos- Me gustaría saber
si te mereces que vayan a buscarte al fin del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las mejillas, le preguntó por el
príncipe y la princesa.
-Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
-¿Y la corneja?
-La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda y va con un hilo de lana negra
en la pata; no hace más que lamentarse, aunque todo es comedia. Pero cuéntame
qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
-¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado! -dijo la pequeña bandolera; y,
cogiendo a los dos de la mano, les prometió visitarlos si algún día iba a su
ciudad; dicho esto, se marchó por esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la mano, y, según avanzaban, surgía la
primavera con flores y follaje; las campanas de las iglesias repicaban, y los
niños reconocieron las altas torres y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la
puerta de la abuelita, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, donde
todo seguía como antes, en su mismo lugar. El reloj decía «¡tic, tac!», y las
agujas giraban; pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto
personas mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta
ventana, y a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se
sentaron cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si
hubiese sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del
palacio de la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol
de Dios, leía la Biblia en voz alta: «Si no se vuelven como los niños, no
entrarán en el reino de los cielos».
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de pronto comprendieron la vieja
canción:
Florecen en el valle las rosas.¡
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón. Y
llegó el verano, el verano caluroso y bendito.